Carla Cabeza

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El costo emocional de vivir en el extranjero

He vivido fuera de mi país 3 veces en mi vida: la primera vez a los 22, la segunda vez a los 27 y la tercera a los 36. Cada experiencia me ha dado un nuevo hogar, pero también una nueva forma de entender la nostalgia y el desarraigo.

La Cultura de Emigrar

Soy de Ecuador, es parte de nuestra cultura y de la narrativa social emigrar. Sea por motivos académicos, laborales o familiares, el medio siempre nos está condicionando a buscar alternativas en el exterior. Todos tuvimos siempre al amigo que contó constantemente que eventualmente él o ella y su familia se irían. Te lo repiten tanto por años que dejas de creerles  y luego, repentinamente, un día te avisan que se van. Y sí, se van.

La gente de mi cultura es experta en manejo de vacíos de seres queridos y ha aprendido, así cómo se aprende a nadar o cocinar, a gestionar la constante melancolía que se siente por el que falta. Se vuelve regular. Somos resilientes en ese aspecto; los amos de convivir con las ausencias y las constantes despedidas.

Nunca estuvo en mis planes

Al contrario de muchos a mi alrededor, nunca estuvo en mis planes irme a vivir a otro lugar. Siempre me hablaban de 'buscar una beca para estudiar en el extranjero', pero luego de eso, se suponía que debía regresar. Emigrar jamás fue parte de mi plan de vida.

Lo bueno

Primera Experiencia: Work and Travel en Estados Unidos

La primera vez que me fui de Ecuador fue en 2003. Lo hice a través del programa Work and Travel, que ofrecía la oportunidad de aprender inglés trabajando en los Estados Unidos. Universitarios de toda Latinoamérica llegamos a un hotel en Nueva York, al final del otoño. Recuerdo perfectamente la sensación de extrañeza, de observar mi entorno con asombro al escuchar tantos idiomas y acentos, y sentirme como Dorothy Gale en El Mago de Oz, cuando se da cuenta, asombrada, de que ya no está en Kansas.

Mi destino era Nueva Jersey. Al llegar, seis jóvenes de diferentes nacionalidades serían mis compañeros de cuarto por los próximos meses: dos de Perú, dos de Brasil y dos de Eslovaquia. La mezcla cultural era muy colorida y simpática.

Vivía en una constante mezcla de estímulos: la nieve, el inglés, el portugués, el eslovaco, trabajar como cajera en McDonald's (a veces limpiando pisos y también baños), la cultura, las personas, la falta de ropa apropiada, las caídas vergonzosas en el hielo, las festividades lejos de casa, la comida congelada y en cajas, y hasta probar marihuana por primera vez con mis compañeros de trabajo.

En aquel entonces, la comunicación era solo por correo o por los teléfonos públicos que también tenían ranuras para tarjetas telefónicas. Creo que llamé a mi madre solo una vez, únicamente para decirle que quería quedarme. Ella me llamaba (ni siquiera recuerdo dónde, porque yo no tenía celular) para rogarme que volviera a terminar la universidad. Volví a regañadientes.

Argentina: Redescubrirse a los 27

La segunda vez que viví fuera de Ecuador fue a los 27 años. Tuve dificultades para encontrarme con la carrera que había elegido en Ecuador (me había graduado de abogada); además, después del programa quise volver a experimentar esa sensación de libertad. Así que, en 2010, me fui a estudiar diseño y una especialidad en Gestión Cultural a Argentina. El impacto de extrañeza fue menor, tal vez porque estaba en un lugar donde me sentía más identificada con las personas.

Viví en una maravillosa y antigua residencia para estudiantes, de arquitectura rococó, con techos altos, pisos de baldosas con formas geométricas, lámparas de cristal, un ascensor con puerta de acordeón y escalones amplios. Conviví con estudiantes de todas partes del mundo. Las fiestas no paraban jamás. Nunca antes en mi vida había comido tanta pasta y queso.

Buenos Aires es un lugar hermoso: el diseño está en todas partes. Todo el mundo está creando algo siempre, lo que sea: grafitis, moda, muebles, cócteles, lámparas, lentes de sol, cine, música; hay una genuina y profunda búsqueda de la originalidad y de la conformación de la identidad personal a través de lo creativo. Se nutren de todo, y eso se manifiesta en todo lo que hacen, usan y dicen. Son una sociedad muy creativa, y esa creatividad vuelve a los argentinos seres sensibles y apasionados, profundamente conectados con sus amigos, la familia y el entorno.

Luego de cinco años, mi tiempo terminó y volví a Ecuador para instalarme por dos años más sin saber lo que me tenía preparado el futuro.

Chile: Un Nuevo Hogar a los 36

La tercera vez que me fui de Ecuador no tenía idea que me establecería en Chile. Vine en el 2019 de vacaciones a visitar por un mes a quien era mi novio a distancia, me pidió que me quede  viviendo con él y le dije que sí.

Es 2024 y llevo aquí ya 5 años. Viví el Estallido Social chileno en el 2019; viví los encierros más estrictos de la región en la pandemia en el 2020; me casé en el 2021 para poderme quedar (y obviamente por amor, por si acaso); he dado mi examen para revalidar mi título de abogada dos veces y no lo pasé. Sí, ese mismo título del que renegué antes, sí, ese. 

Vivo en el sur, en Temuco, en el verde, rodeada de lagos y volcanes, de paisajes coloridos que parecen sacados de postal. Todo muy distinto a mi experiencia de vivir en la ciudad. Chile es un país con una geografía impresionante. Es tan bello que te quita el aliento. Me ha pasado de visitar algún lugar y quedarme boquiabierta contemplando su majestuosidad mientras me baña una sensación que me abruma dejándome llena, completa, dichosa, afortunada de existir. 

El vino chileno es probablemente el vino más rico que he probado en mi vida. Su gente es inmensamente generosa, tal vez porque han experimentado la escasez y la abundancia; jamás van a un lugar con las manos vacías y esa me parece una costumbre muy linda.

Lo malo

La Contradicción Constante

A mis 41 años, miro mi vida en retrospectiva y, desde la primera vez que puse un pie fuera de mi país, no ha pasado un solo día en que no haya vivido en la más profunda y ruidosa contradicción. Por un lado, he disfrutado de la experiencia; vivir fuera está lleno de aventuras y cosas distintas: otras comidas, otros acentos, otros paisajes, otra cultura. Por otro lado, la nostalgia es como un toro furioso que siempre me persigue, como si llevara puesto un traje rojo que no puedo quitarme. Y esas mismas cosas distintas que me encantan —esas comidas, esos acentos, esos paisajes, esa cultura— son también el problema, porque nada de eso es realmente mío.

Convivo constantemente con este Frankenstein cosmopolita que yo misma he creado. Ya ni siquiera sé si fue una decisión propia o parte de mi programación sociocultural. Siento que he vivido los últimos años un poco en piloto automático, tan acostumbrada a esa sensación de extrañeza, a lo Dorothy Gale, en constante estado de desarraigo, que ya he formado el músculo que me ha convertido en una fsicoculturista de la adaptación al cambio.

El duelo migratorio

Una sufre varios duelos: el de la familia y los seres queridos, el de la lengua, el de la cultura, el de la tierra, el del estatus social, el del contacto con el grupo de pertenencia. Este duelo es multidimensional, parcial y recurrente.

Vivir fuera y ver cómo la vida sigue sin mí a través de las redes sociales de mis amigos y familiares se siente como haber muerto y que mi espíritu obstinado siga rondando los alrededores, viendo todo desde afuera, observando cómo la vida continúa sin mí, sin poder participar. Es como estar en un limbo entre dos mundos en los que, tristemente, no pertenezco a ninguno.

Cuando vuelvo de vacaciones, me doy cuenta de que ya no encajo. Vivir fuera me ha cambiado tanto: sé que soy parte de mi país —lo dicen mi partida de nacimiento, mi pasaporte, mis fotos de la escuela, mi título universitario—, pero siento que ya no del todo. Mi acento se ha vuelto raro, he desarrollado otros gustos, me visto diferente. La distancia se percibe en todo lo que hago y digo, en todos los cumpleaños, nacimientos y eventos que me he perdido, en todas las aventuras cotidianas que no compartí.

Las personas tienen que acostumbrarse nuevamente a que estoy ahí; ya hicieron su luto por mi ausencia, así que cuando estoy, la emoción dura un momento y luego les cuesta incluirme. No es que no me quieran, es que se les olvida que estoy ahí. ¿Ves? Me morí. Ya me lloraron, ya habían aceptado mi partida, y ahora regreso y les desordeno las neuronas y sus rutinas.

Las reglas del país de acogida

El país de acogida siempre tiene sus propias reglas: están las tangibles y las intangibles. Las tangibles son sus leyes migratorias, de inquilinato, laborales o académicas. Las intangibles son las normas culturales o de comunicación, la forma de socialización, normas implícitas sobre privacidad y espacio personal, la puntualidad, etc.

Yo, por ejemplo, como dije más arriba, no podré ejercer la abogacía por ahora porque existe un examen de revalidación que tomé dos veces y no pasé y eso es normal en Chile, es parte de su sistema. Para mí el tema ha rayado en lo traumático y se convirtió en la piedra atada a mi pie que por muchos años no me permitió avanzar.

Reinventarse

Veo a todos avanzar y como no me queda más que afrontar con madurez mis decisiones me tocó desarmarme y volverme a armar para poder encontrar una salida que me de la misma sensación de completitud y dicha que me recorre cada vez que veo los paisajes chilenos.

Como dicen los budistas: se debe aceptar la impermanencia, dejar ir el apego y permitir que la vida fluya sin resistencia. Porque tienen razón, el apego trae sufrimiento, es verdad suprema.

Conclusión

Al final, creo yo, el valor está en hacer las paces con las decisiones que tomo, en regar y abonar el pasto allí donde estoy, y en aceptar que, como me dijo una amiga argentina que vivía en Guayaquil y había emigrado por la crisis hacía muchos años: “No se puede tenerlo todo en la vida”. En ese momento no lo entendí; me molesté. Mi yo de 25 años, lleno de sueños e ilusiones, pensaba que ella se había vuelto agria y dura. Pero hoy puedo ver que tenía razón y que, sin saberlo, me estaba preparando para el futuro, un futuro en el que, efectivamente, no lo tendría todo.